Nos dice Pablo en la segunda lectura de ayer que ante el misterio de Dios los judíos pedían prodigios y los paganos, sabiduría. Las cosas, querido Pablo, no han cambiado mucho desde que escribiste esa carta, pues en las comunidades cristianas también hay estas dos reacciones.
¿Pedimos prodigios? Sólo piensa en tu manera de orar. ¿Qué dices? ¿Qué pides? ¿Qué deseas en la oración? Si haces un análisis es muy posible que te descubras pidiendo prodigios: Que se cure tal persona, que le vaya bien a tal otra, que consigas trabajo, que tu mamá no muera, que tu hijo no enferme, que tu pareja llegue (o que ya se vaya, depende), que consigas trabajo, que haya paz en el mundo, que los pobres tengan comida... Y no es que Dios no pueda hacer nada al respecto, el problema, según yo, es nuestro acercamiento. Parece que toda nuestra relación con Dios, toda nuestra vida oracional gira en torno a pedir prodigios.
Y he conocido personas que están en crisis de fe, que no se sienten amadas por Dios, que no se sienten escuchadas, que no se sienten acompañadas... porque no se les cumplió su lista de prodigios. Hay quien dice haber perdido la fe porque pidió y el prodigio en cuestión no se realizó. No importa si son prodigios materiales (salud, trabajo, marido) o si son “espirituales” (sabiduría, paz) nuestro acercamiento al misterio de Dios depende de si cumple o no nuestros deseos.
¿Sabiduría? Esta es la debilidad de los teólogos, pero está presente en muchas personas. Nuestro acercamiento al misterio de Dios pasa a través de la razón. Queremos domesticar a Dios en un sistema teológico o filosófico racional, sensato, con respuestas a todo y para todo. Si hay niños muriendo de hambre y nos preguntan por qué, inmediatamente recurrimos a nuestro sistema para dar una respuesta: “Dios no tiene nada que ver con eso, es algo causado por el hombre” o alguna cosa por el estilo.
No queremos, no permitimos que Dios sea incomprensible. Nos asusta la idea de no tener respuestas, de no tener la seguridad que estamos haciendo lo correcto, que estamos en la iglesia verdadera, que creemos la doctrina auténtica, que nos salvaremos porque hemos atinado con la catafixia premiada.
Para nosotros Dios debe ser “así”, actuar “así”, salvar “a estos sí y a estos no”. Por eso nos aterroriza el mal, la muerte, la enfermedad y las orientaciones sexuales (entre otras cosas) porque nos exigen aceptar que Dios es Dios, que es un misterio del que nuestra razón (nuestra teología, nuestra filosofía, nuestros dogmas, nuestro Magisterio, nuestra Tradición, nuestra Biblia) comprende un mínimo porcentaje. Un Dios que no se ata a sistemas, un Dios que no responde como yo creo que debería hacer es un Dios terrorífico, por eso pedimos "sabiduría".
Una vez, alguien me preguntó por qué Dios permite que los niños se mueran de hambre, por qué había mal en el mundo y por qué se daban los tsunamis que mataban a tantos. La cuestión era clara: un Dios bueno no permite esas cosas. Mi respuesta fue “¿Qué te importa? Ni lo entiendes, ni lo podrías comprender” Sé que no fue una respuesta muy amable, pero creo que fue una buena respuesta. Pedir sabiduría en la relación con Dios es pretender que todo nos quede claro, que no haya nada que escape a nuestra razón, que Dios no sea Dios, sino una construcción intelectual coherente.
¿Alguna vez has pedido prodigios o sabiduría en tu relación con Dios? Yo sí.
Pues la cuaresma es el tiempo de convertirnos de esas actitudes (que según Pablo no van con la fe) Dejar de pedir y dejar de intentar domesticar a Dios son dos cosas provechosas para este tiempo de cambio de mentalidad.
Los místicos han comprendido esto, por ello, su oración no consiste en pedir sino “en estar a solas con quien sabemos nos ama”, y su comprensión de Dios es un acto de silencio ante lo incomprensible “la mayor necesidad que tiene el hombre es estar en silencio ante este gran Dios.”
Una vez, mi maestro me dijo: “Frente a Dios hay que cerrar la boca, inclinar la cabeza y abrir el corazón”... Ahora entiendo.
José Álvaro Olvera I.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario