sábado, mayo 02, 2009

Domesticar a Dios


En algunos artículos anteriores deslicé la idea de que algunas personas tratan de “domesticar” al Misterio de la Vida para quitarle la mordiente de incomprensión y hacerlo, cuando menos, más cercano… o más a la medida personal. Señalaba esto como algo que había que superar para quedar abiertos al Misterio que es siempre incomprensible. Lo dije como si domesticar a Dios fuera un error. Hoy quiero profundizar en esa idea.

Domesticar significa “hacer doméstico”, “propio del hogar”, “hacer familiar”. En este sentido, es hora de domesticar a Dios.

En una forma de pensamiento tradicional, influenciado por la cultura griega, hemos aprendido a ver a Dios como alguien (o algo) totalmente alejado de nuestra vida, de nuestros problemas, de los avatares de la existencia humana “mundana”, pues estaba sentado en su trono, en el más allá, en los cielos inescrutables.

La distancia entre Dios y los seres humanos se manifestaba en la necesidad de construir “epicentros” donde lo divino se encontrara con lo humano. Los templos, los cultos, los sacrificios, los libros e idiomas sagrados son esos epicentros: sólo en ellos y a través de ellos se podía tener algún tipo de encuentro con Dios. Fuera de estos epicentros, no había posibilidad.

Así, hemos vivido construyendo epicentros, manifestaciones de nuestra concepción de lejanía y separación divina, nos hemos vivido por siglos sumidos en “el mundo”, mientras Dios estaba en su trono de gloria, sinceramente muy ajeno a nosotros, de ahí que tuviéramos que recurrir a intermediarios como María y los santos, que en el catolicismo son parte integral de la fe.

La práctica espiritual fue comprendida como separación “del mundo” para adentrarse en los epicentros oficiales; aquellos que no lo eran, fueron destruidos o puestos bajo el control oficial, como la basílica de Guadalupe, construida en un epicentro de la Tonanztin. Ser espiritual ha sido sinónimo de separarse, de alejarse, de desinteresarse por lo que pasa para vivir alrededor del epicentro.

Y si bien esto funcionó en otro tiempo (y no sé hasta qué punto funcionó) ya es hora de domesticar a Dios.


Porque el dios concebido como una entidad sentada en un trono, no es real. Si Dios existe, está involucrado con nosotros, con nuestra vida cotidiana, con lo que somos.

Un Dios domesticado es Aquel a quien encuentras en el supermercado, mientras compras manzanas, yogurth o esas papas fritas llenas de calorías que tanto te agradan.

Un Dios domesticado es Aquel que encuentras en el baño, mientras acaricias tu cuerpo con agua y jabón (Y tu, ¿te “bañas” o acaricias tu cuerpo?)

Un Dios domesticado es Aquel que se hace Uno con el amigo que sabe escuchar tus penas, que trata sinceramente de comprender tus broncas, que te recibe amorosamente sea que te entregues en alegría o en dolor, que escucha sin juicio hasta tus más atrevidas blasfemias, sabiendo que son muestra de que estás vivo y eres tan libre como para blasfemar.

Un Dios domesticado es Aquel que se divierte cuando hablas de la Manigüis, cuando te sientas a comentar la novela, a contar un chiste o a permitir que aflore la mujer que llevas dentro (comentario local para gays)

Un Dios domesticado es Aquel que está infinitamente presente cuando aquella persona especial toca a tu puerta y descubres que tu corazón hace mucho que lo esperaba en la planta baja del edificio donde vives.

Un Dios domesticado es Aquel que se goza infinitamente cuando aquella persona especial te dice: “Hola” con esa luz de sus ojos que tu ya no sabes distinguir si son verdes o grises, pero que siempre son tan inmensos como el mar.

Un Dios domesticado es Aquel que detiene el tiempo y curva el espacio, modifica la sustancia del universo y canta a coro con los ángeles cuando aquella persona especial te araña la espalda, te muerde el cuello y aprende de memoria tu piel, tocando lo que otros han tocado tantas veces, pero de una manera que nadie había podido lograr.

Un Dios domesticado es Aquel que apaga discretamente la luz y desliza el cobertor sobre los dos cuerpos desnudos (el tuyo y el de ya sabes quién) que yacen sudorosos luego de haberse dado la vida entera por la boca.

Domestica a Dios, ya es hora de un Dios distinto y de una distinta manera de relacionarte con Él.


J. Álvaro Olvera I.

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