viernes, octubre 24, 2008

Mi nombre


Ayer en la sesión de teología surgió la cuestión del nombre. Decíamos que Dios nos llama a cada uno por nuestro nombre, que en la Escritura el nombre es sinónimo de lo más íntimo y real de la persona y que el nombre es aquello que nos da identidad y con lo cual nos movemos en el mundo e interpretamos y comprendemos la realidad, la íntima, la social y la cósmica.

Uno de los participantes sugirió una actividad: “piensa ¿cuál te gustaría que fuera tu nombre?” Eso me dio material para invitarlo a reflexionar sobre el nombre de cada uno, nuestro nombre verdadero y el nombre de Dios.

Nombre es identidad profunda. El nombre que está en mi credencial de elector es mi nombre externo, el nombre social o, quizá el nombre que tiene la máscara que uso en mis relaciones diarias, el nombre de aquel personaje que pretendo ser. Como sea, no me refiero a ese nombre, porque llamarme Álvaro o Daniel no hace diferencia en mi ser. Hablo de mi nombre profundo, aquel que me da identidad, el que ilumina lo que soy y lo que hago.

A veces me he puesto cada nombrecito… Cuando era niño, mi nombre era “inútil”, porque mi padre siempre me decía que eso era lo que yo era. Y como mi padre tenía autoridad y era para mí como un súper héroe, me creí el nombre y comencé a vivir como tal, comprendí mi universo desde esa identidad y actué en consecuencia.

Cuando adolescente, luego de un desengaño amoroso, mi nombre fue “yo no nací para amar” (gracias Juanga). Me creí la idea de que yo no merecía ser amado por nadie, por eso me habían abandonado. Y comencé a verme a mí mismo desde ese nombre, interpreté mi realidad desde esta identidad y me relacionaba con los demás desde ese nuevo nombre.

Luego vino el nombre “tu sexo es sucio”; después “no vales nada”; más tarde “eres indigno de Dios”; luego “soy muy caliente y puedo vivir mi sexualidad como quiera”; y “si no tengo pareja es porque no valgo”; vino el “si no le aguanto todo es que no se amar”; y “merezco que me trate así”; y “si me deja nadie más se fijará en mí”… y me vi a mí mismo desde esa identidad, interpreté el mundo y me relacioné con los demás desde esos nombres. ¡Te podrás imaginar mi vida!

Todos estos nombres fueron mis nombres reales, viví con ellos, viví de ellos y viví de acuerdo a ellos. Pero ¿sabes?, ninguno era mi nombre verdadero porque fueron nombres que otros me dieron o me di a mí mismo. Mi nombre real estaba escondido, esperando ser reconocido.

Una noche, en 1987, mi nombre verdadero fue pronunciado: “Eres mi hijo muy amado, me encantas” (que en lenguaje de la Biblia se dice: “en ti me complazco”, pues) Y como era el nombre dado por Dios, descubrí que era mi nombre auténtico, el de a deveras, el eficaz, el definitivo. Hijo de Dios… wow; muy amado… súper wow; me encantas… súper súper wow. Mi nombre: Eres mi hijo muy amado, me encantas… ¡nadamassuperwoweneluniverso!

Los otros nombres me lo di yo o me los dio otro ser humano, pero este último nombre me lo daba Dios mismo, y me lo dio desde toda la eternidad, cuando pensó en mí y me llamó a la existencia. Es por eso que los otros nombres no son definitivos, pero el que él me da si lo es, acuérdate que cuando Dios dice algo, se hace, así que si él dice mi nombre…

¿Cuántos nombres te has puesto? ¿Cuáles son? ¿Cuál es el nombre que usas ahora mismo? Piénsalo un poco, seguro descubres cosas muy importantes.

Y piensa en el nombre que Dios te ha dado, tu verdadero nombre. Y ya que lo descubras en ti, ojalá te veas a ti mismo, veas en mundo y te relaciones desde ese magnífico, liberador y absolutamente amoroso nuevo nombre.


J. Álvaro Olvera I.

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