miércoles, octubre 29, 2008

Los muertos vienen


Dos de noviembre, ya se está cocinando el pan de muerto, las calaveras de azúcar sonríen desde los estantes y el papel picado vuela en los puestos del mercado. La fiesta de los muertos llega y con ella, las mesas se adornan y los altares se pueblan de manjares en memoria de los que se han ido.

Cuando era niño, me decían que esa noche los muertos regresan del más allá, siguiendo el aroma de su comida favorita, guiados por las velas, a través del camino de las flores de zempasúchitl (como quiera que se escriba el nombre de la famosa flor de muertos) A mi me daba miedo, pero no me aguantaba las ganas de espiar a ver si alcanzaba a ver al abuelo Antonio comerse algo.

Al entrar al seminario, esa idea fue arrancada: los muertos se van al cielo (o al infierno, depende) y no regresan a nada, según lo que mi formador decía ser la fe de la iglesia.

Ahora, lejos de los días de mi infancia (cuando menos de mi infancia física) y ya libre de la estrechas visiones sobre la vida, me veo poniendo un altar de muertos en un rincón de mi casa: velas, papel picado, algo de fruta, una o dos fotos y mucha magia, porque para mí la fiesta de los muertos es una fiesta mágica.

Esa noche, la puerta de este mundo y el otro se abren y los espíritus se hacen presentes, no porque se hayan ido al cielo (¿qué clase de gente es esa que se va felizmente a gozar a Dios y nos deja aquí solitos? ¿No que nos querían tanto?) sino porque siempre presentes, no son siempre obvios para la mayoría de la gente.

Los espíritus se presentan, se acercan a las ofrendas con una mirada entre triste y curiosa, como recordando con nostalgia lo que les gustaba y ya no tienen y preguntándose al mismo tiempo como es que podemos seguir viviendo con eso que comemos. Pasan la noche aquí y regresan a su mundo al amanecer.

¿Los has visto? Yo sí.

Son como nubes, como sedas chinas (de las buenas, entiéndase, de las que usaban las Emperatrices del pasado) A veces, cuando hay un niño o adolescente sensible, se pueden ver como a través del cristal de la ventana en una tarde de lluvia. Los perros siempre los miran, y mueven sus rabos emocionados porque no los han olvidado.

Yo los miro, supongo que son mis genes perro – porque llegué a la conclusión de que mi fácil comunicación con los cánidos se debe más bien a que en mi ADN hay presencia perruna – Y a veces me hablan. Claro que no hablan con palabras nuestras, pues no tienen ya pulmones ni el aire vibra en sus cuerdas, pero me hablan, me dicen cosas.

Una vez, fue aquella abue la que me dijo: “Siempre estaré en esta puerta, cuidándolos” (¿te acuerdas, viejhote)?; otra, fue el viejo tío homosexual que aún en la tibieza de la muerte estaba buscando al amor de su vida.

Una noche fue Lipotimia, mi perra (la que se llevó la perrera cuando yo estaba en la escuela ante la mirada complacida de los adultos que no entienden nada de lo que pasa entre uno y su perro) la que se presentó. Jugamos como locos, pero no pudo recoger el trapo que le lanzaba, solo sonreía – porque los perros, señores míos, sonríen de una manera tan limpia e inocente como ningún ser humano, salvo Jesús o Buddha, puede hacer – se sentó a mi lado como en los viejos tiempos y me preguntó si aún la quería. Yo hundí mi rostro en su traslúcido pelaje y la llené de besos y le dije: “si yo hubiera estado en casa, nadie te hubiera llevado”. “Bien lo sé”, respondió, y me lamió el rostro. Desde esa noche, en cada ofrenda de muertos dejo un puño de croquetas In Memoriam.

No me da miedo la muerte, no me asusta. Pienso en la gente que me voy a encontrar: mi abue (pinche Chabela, me dejaste solito y te necesitaba tanto) mi abuelo al que no conocí, todos mis perritos, mis ratas blancas, mis pollitos y patos, los canarios, las hormigas y las cuijas acapulqueñas, las palomas, Carmelo Conejo y sus hijos y hasta Rayito, el cuyo de mi sobrino que feneció asfixiado cuando lo dejaron encerrado en el auto a las doce del día.

Y pienso en Jesús y en Buddha, en Maestro Eckhart y Jualiana de Norwich, en Teresa y en Juandelacruz, pienso en Francisco y en Martín de Porres y toda su sarta de bichos, avechuchos y demás animalillos; pienso en mis amigos que murieron por el SIDA, y en Cleopatra y Marco Antonio… ¡Dios santo, cuántos reencuentros tendrá la muerte para mí! ¡Qué emoción!

Y si piensas que me volví loco, nomás espera despierto la noche del día primero al día dos, siéntate cómodamente, abre los ojos y sabrás.

Pero no abras los ojos del rostro, esos que se van a comer los gusanos, zopenco, sino los del corazón, que – como reza una leyenda callejera que vi en foto – algunas cosas necesitan ser creídas para poder ser vistas.

Luego de las visitas de mis espíritus la noche de muertos (y de mis visitas a su mundo una que otra vez) mi corazón queda muy feliz, muy en paz. Aprendo que la vida, el Gran Misterio de la Vida, no termina cuando uno se va de aquí, sólo cambia uno de forma a otra más suave… Sí, ahora que lo pienso, la muerte lo vuelve a uno del mismo material del que están hechos los sueños, las ilusiones, las hadas y los besos robados, sólo que más sabios.



J. Álvaro Olvera I.

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