viernes, octubre 24, 2008

¿Son necesarias las religiones?


He estado leyendo algunas noticias y comentarios sobre el congreso “¿Es verdad que Dios ha muerto?”. Sin duda que hacer congresos semejantes es una excelente oportunidad para escuchar distintas voces, posturas y formas de pensar respecto al “problema” Dios.

Estoy consciente de igual manera que la pregunta es retórica. No podemos reunirnos a discutir si Dios ha muerto, si está vivo o si está dormido o de vacaciones. Dios no está muerto, ni está vivo, simplemente porque está más allá de esos conceptos. La intención de estos congresos parece ser, más bien, hablar sobre lo que las religiones nos presentan como Dios, su vigencia, las luces y sombras de creer en Dios de una u otra manera.

Se dijeron muchas cosas interesantes y, como siempre pasa, también salieron a relucir algunas críticas a sistemas religiosos. Parece que la percepción más o menos extendida es que las religiones “oficiales” no sólo nos ofrecen un dios muerto o agonizante, sino que además está detrás de los graves y grandes problemas del mundo por la forma en la que están organizadas, por su credo o dogmas y por su olvido de los problemas reales de la gente.

¿Es así? ¿El papel de las religiones es tan malo que lo mejor que puede pasarnos es que desaparezcan? ¿La libertad y madurez humana ha llegado al momento de no necesitar a las religiones?

No lo creo. Si bien sabemos que las religiones nacen y se alimentan del miedo (sea el miedo a la muerte, al más allá, a la vida, al placer) y están para ofrecer seguridad y respuestas “infalibles” que den sentido a los colectivos sociales, también hay que reconocer que su función estabilizadora, la identidad que otorgan a sus miembros, las claves de interpretación de la vida, la cosmovisión y la ética que ofrecen son necesarias para la cohesión social y para el establecimiento de cierto orden.

Es el precio de la convivencia en este momento de nuestra historia y del desarrollo de nuestra conciencia: necesitamos reguladores externos que nos “obliguen” a hacer nuestros algunos valores, a vivir de cierta manera y a experimentarnos parte de un todo organizado. El Estado democrático hace la misma función y, por mucho que nos guste o no tal Estado, la pretensión de una sociedad sin él nos suena más bien a ilusión.

Si el papel del Estado y, en México, de la iglesia romana es dar cohesión, implantar ciertos valores, otorgar un sistema de interpretación de la realidad que sirva para aliviar la angustia existencial a la mayoría de la población, entonces estamos ante realidades válidas y necesarias para un cierto estado de conciencia en el que estamos la mayoría de las personas.

Las religiones, y la iglesia romana en particular, existen para ofrecer a los seres humanos esa estabilidad, seguridad y cohesión que necesitan cuando se encuentran en un cierto estado de conciencia. No podemos pedir peras al olmo, no podemos esperar que unas instituciones humanas (como son todas las religiones) nos den otra cosa. Exigirlo es injusto.

La solución no es que desaparezcan las religiones (podría ser un caos generalizado) sino que nos demos cuenta que saltar fuera de las sombra de las religiones en pro de una experiencia profundamente espiritual y profundamente humana es el camino para la madurez.

Que mi familia siga creyendo que la mujer es inferior (y lo siga predicando) no justifica el exterminio de mi familia, sino que me lleva a replantear lo que he recibido de ella, y dar el salto fuera de su sombra para vivir y pensar distinto es un signo de mi madurez.

Que las iglesias cristianas sigan predicando un dios de premios y castigos, un dios que rechaza a los homosexuales, un dios que castiga que disfrutemos plenamente de la vida no justifica que las descalifiquemos o que pretendamos que desaparezcan, movido quizá más por el resentimiento que por auténtico amor a la humanidad.

Si me he dado cuenta de que las iglesias ya no son una respuesta para mí, quizá sea tiempo de dar el salto, tiempo de madurar, tiempo de hacerme responsable de mi propia fe y de mi experiencia personal de un Dios distinto.

Yo deseo ser libre y en la medida en que lo consiga, invitaré a otros a hacer lo mismo. No destruyamos a las iglesias, seamos coherentes y congruentes con el Dios distinto que hemos experimentado; eso sí que es hacer un favor a la humanidad.

J. Álvaro Olvera I.

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