El pan de Jesús simboliza su forma de vivir, sus opciones, su “filosofía de vida”. Todo lo que Jesús dijo e hizo en su ministerio: su amor a los pobres, su cercanía a las mujeres, su respeto por los niños, su compasión por los rechazados de su sociedad, la pasión que ponía en “las cosas de su Padre”… todo ello es simbolizado por Jesús en un pan. Como el pan, Jesús es sencillo, común, cotidiano.
Como el pan, Jesús ha sido molido por los acontecimientos, la vida y sus dificultades, el dolor suyo y de la gente lo han triturado para unificarlo después. Al inicio pensó que el Reino llegaría de acuerdo a sus deseos, a sus expectativas y comprobó su fracaso. Luego pensó que subir a Jerusalén y ponerse en el ojo del huracán sería fácil porque su Padre lo salvaría, y comprobó que no era así. Pidió no beber el cáliz, pero no había de otra que aceptar que sus planes no eran los adecuados. Al final de su vida, justo un jueves como hoy, Jesús entendió que la vida sólo tiene sentido cuando uno se da para que los otros puedan seguir.
Quienes pretendemos vivir como Jesús (a pesar del atrevimiento de pretenderlo) somos pan, como Jesús es pan, y hemos de constatar que estamos partidos.
Nuestra vida no es fácil, no es color de rosa a pesar de que la sociedad quiera pintarnos todo de ese color a través del poder y del tener. Las personas crecemos en medio del dolor, de las pérdidas, de las opciones y renuncias. Nuestros seres queridos enferman, envejecen y mueren, o simplemente nos cambian por otros a quienes consideran mejores. Cambiamos de trabajo o de casa, dejando a quienes han sido importantes para nosotros.
Además de esta “partición” externa, estamos partidos por dentro. Somos incongruentes, no hallamos la plenitud que buscamos, no estamos satisfechos. Queremos entregarnos por amor, y acabamos dañando; queremos abrirnos a la comunión y al mismo tiempo nos sorprendemos siendo causa de separación; queremos amar a nuestros amigos y acabamos criticándolos, haciéndolos polvo. Hacemos lo que no nos gusta, no nos gusta lo que hacemos; queremos paz y vivimos ansiosos; decimos que las cosas materiales no son lo más importante, pero no dormimos pensando en lo que no podemos acabar de pagar.
Nuestro cuerpo no nos acaba de pertenecer, lo mismo que nuestras emociones. Ni siquiera somos capaces de controlar nuestra imaginación “la loca de la casa”, y vivimos proyectados al futuro o al pasado. Nuestra sexualidad, siendo un don de vida, algo mundanamente sagrado y sagradamente mundano, nos desconcierta pues la gozamos, pero no nos deja satisfechos como si intuyéramos que hay algo más.
Sí, estamos partidos, cuando menos yo si lo estoy y lo compruebo día a día.
Pero ¿sabes?, sólo el pan partido puede ser compartido, como bien comprendió Jesús.
Asumir mi “partición”, mis fracturas, mis cañadas oscuras, aquello que me divide de mí mismo, asumirlo y abrazarlo en actitud compasiva es la única forma de poder ser compartidos. ¿No lo has notado? Una persona que rechaza su “partición” no alimenta a nadie, pues vive encerrado en sí mismo. Una persona que acepta humildemente la verdad de sus fracturas se vuelve sencilla, amable.
Que, como Jesús, podamos asumir nuestras rupturas (sí, él también tuvo que hacerlo) para poder ser repartidos. El mundo tiene hambre.
J. Álvaro Olvera I.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario