domingo, julio 08, 2007

Amar a Dios con todo mi corazón (1 ra. Parte)

Breve historia de un conflicto.

Soy un hombre de fe. Creo en Jesús y trato de seguirlo de la mejor manera que puedo. Procuro ser coherente con mi fe y hacer vida aquello que creo, siempre desde mi limitación y mi fragilidad.

Hace 20 años comencé un camino de seguimiento, desde lo más parroquial hasta la misión entre las personas con VIH/SIDA, desde el catecismo hasta las clases de formación teológica. Dentro de la iglesia he sido aprendiz de todo y maestra de nada. En cuanto a mi experiencia de Dios, él me fue llevando desde la religiosidad más tradicional de la iglesia, hasta la gracia de la experiencia de su amor y su presencia.

Sin embargo, en medio de todo este cúmulo de bendiciones, la cuestión de elegir entre el amor a Dios y el amor a una pareja – o sea, el problema entre mi sexualidad y mi espiritualidad – siempre fue una asignatura pendiente, llena de conflicto, con su carga inmensa de dolor y soledad. Quiero compartir contigo esta breve historia.

Raíces de la ruptura

Quizá te parezca muy fácil resolver este conflicto. Quizá nunca lo hayas sentido, puede ser que esté ahí, pero no lo hayas reconocido o, puede ser que, como yo, lo hayas resuelto decidiendo a favor de una de las partes, haciendo a un lado la otra. Para algunos, la cosa no es tan sencilla, pues nuestra atracción por Dios y nuestra atracción erótica afectiva son igualmente poderosas.
Cuando entré en el seminario – en 1987 – lo hice convencido que mi vida entera era para Dios y, aunque ya había descubierto mi orientación homosexual, nunca me pasó por la mente la idea de tener una pareja o un amante. Estaba firmemente convencido que Dios me llamaba al celibato.

La formación me ayudó a fortalecer esta idea. Siempre, a cada día, se me repetía que para seguir a Jesús con radicalidad tenía que renunciar al amor de una pareja; que si quería tener un corazón indiviso y absolutamente libre para el servicio de Dios, no podía tener ninguna clase de relación amorosa, ya que ésta me ataría a una sola persona. Frecuentemente se me leían los ejemplos de los santos que habían dejado todo por Él, que habían preferido agrandar su corazón a un amor universal antes que cerrase al amor particular. Se me dijo que era más perfecto contemplar todas las flores de un prado sin apegarse a ninguna, que cortar una sola flor para conservarla.

Así, la renuncia al amor humano era algo más inteligente, más ambicioso, más perfecto, más radical y, por supuesto, más agradable a Dios que amar a una persona, comprometerse con ella y aprender a ser compañero.

Cierto es que los documentos de la jerarquía han ido valorando más cada vez el amor matrimonial, pero la verdad es que esa misma autoridad sigue insistiendo que el celibato y la castidad son superiores, que liberan para el amor a Dios y que nos evitan dividir nuestro corazón entre dos amores (y nadie puede servir a dos amos). Cuando algún hermano salía del seminario, al saber que se había casado o que había dejado la formación por una mujer, se le consideraba inferior, uno que “no pudo”, “no aguantó” las exigencias del evangelio.

Y todo esto es lo que me creí. Y mi vida comenzó a organizarse de esta manera, aceptando sin más que así eran las cosas, más todavía tratándose de un homosexual, ya que en mi caso, renunciar a una pareja no solo era muestra de entrega, compromiso y amor indiviso, sino además era evitar un gran pecado, la famosa sodomía.

Poco a poco fue deslizando en mi mente la idea de que el amor, el sexo y el erotismo humanos eran de segunda clase (de cuarta si se trata de cosas vividas por un homosexual) y, por supuesto, reaccioné en consecuencia.

Durante años negué sentir, me cerré a enamorarme, castré mi erotismo en aras de amar solo a Dios. Claro que las consecuencias llegaron, desarrollé un sentimiento de superioridad, un “mesianismo” que me hacía creer que era un ser que estaba por encima de los demás ya que yo sí podía amar solo a Dios y a nadie más que a Dios. Me sentí puro y comencé a despreciar a quienes no podían entregarse como yo. Entre menos apegado a las personas fuera un sacerdote, una religiosa o un santo, más lo admiraba y quería imitar su radicalidad.
Y me dividí en dos.

(Continuará)

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