Como sabes, una de nuestras prácticas, además de celebrar la eucaristía, estudia teología y convivir, es sentarnos en silencio para entrar en comunión con Dios (o con lo más profundo y auténtico de uno mismo, que es decir lo mismo). Esta práctica es tan importante para nosotros que le dedicamos un día a la semana para hacerla juntos y tres días al año para irnos de retiro a fin de tener largos espacios de silencio y soledad.
La práctica del silencio tiene varias razones de ser, de algunas ya hemos hablado en otro momento. Hoy quiero hablarte de una de ellas: Hacemos silencio porque el amor está más allá de las palabras y queremos mostrar a Dios el amor que le tenemos.
Sí, amamos a Dios (por lo menos le tenemos cariño) y cuando hay amor, es impensable no estar juntos, no comunicarse, no compartir el misterio que es cada uno. Esa es nuestra práctica de silencio: comunicarnos, comulgar con Dios, estar juntos como dos que se quieren mucho.
Y lo hacemos en silencio porque… ¿qué palabras podríamos usar? ¿Qué diríamos que Dios no sepa de antemano? ¿Qué palabras podrían expresar la realidad de nuestro interior, nuestra intimidad más honda? ¿Qué frases podrían expresar lo que Él nos dice sin palabras?
Se trata se ESTAR, y no estar de cualquier manera, como estamos con los demás pasajeros en el metro o como estamos con los demás comensales en un restaurante de hamburguesas “rápidas”. No, se trata de un estar COMO DOS QUE SE QUIEREN MUCHO.
Si tu práctica es matutina, se trata de estar como dos que se quieren mucho y que despiertan en la misma cama, luego de una noche de sueño compartido; como dos que se encuentran en la cocina – con el café preparado – de prisa por salir al trabajo; como dos que se mandan un mensaje con el teléfono móvil a media mañana sólo para decirse que están pensando el uno en el otro.
Si tu práctica es nocturna (como en mi caso) se trata de estar como dos que se quieren mucho y que se encuentran en casa luego de un día de trabajo en distintas oficinas; como dos que dejan fuera el trabajo, los amigos, el tráfico, para darse juntos un baño tibio; como dos que comparten la cena y se acuestan en la misma cama, dándose un beso de buenas noches y, quizá, recargándose uno en el pecho del otro.
Y todo esto, que no es posible hacer físicamente y para lo que las palabras no alcanzan, a través de nuestro silencio, de ese espacio de algunos minutos (o quizá horas) en las que los dos que se quieren mucho se encuentran, se miran a los ojos, sienten crecer dentro de sí la ternura y se dicen, sin palabras: Te quiero.
J. Álvaro Olvera I.
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