Sí, hacemos silencio porque queremos mostrar nuestro amor a Dios con el humilde don de nuestra quietud y el canto del corazón (que canta sin palabras). Nuestro encuentro con el Misterio Divino es COMO DOS QUE SE QUIEREN MUCHO. Si bien quedarnos quietos y callados es nuestra manera de decirle “te quiero” existe la otra cara de la moneda: en nuestra práctica Dios nos dice que nos quiere. ¿Cómo?
Se dice que Dios tiene dos “formas de ser”, dos “maneras de acercarse”, dos “rostros”. En la tradición occidental, se han llamado inmanencia y trascendencia. Del lado de la trascendencia, Dios es el Absoluto que está más allá de nuestra idea de lo Absoluto, como dice el maestro budista Thich Nhat Hanh. El Dios más allá de todo lo que está más acá, el inaprensible, el que es Nada de lo que conocemos. Bien.
Del lado de la inmanencia, Dios vive en el fondo de cada corazón humano (y en el fondo del corazón de cada cosa y cada ser que es) Dios ha estado ahí desde el primero momento de tu existencia, pero su presencia es callada, sencilla, simple, al tiempo que poderosa, tanto que según la Biblia es esa presencia (Rúah = aliento) divina la que nos permite existir y ser.
Y la razón por la que Dios ha decidido encarnarse en la carne de tu corazón es su amor por ti. No existe otra razón. Dios no busca su gloria, no busca un club de fans que lo adoren (de hecho, esto lo tiene sin cuidado), no quiere una iglesia o congregación numerosa, no le importan los programas de televisión ni los tele evangelismos; no le importa ser reconocido. Si se encarna en tu carne es para mostrarte su amor con hechos.
Porque el que ama desea la cercanía y la comunión, Dios se ha acercado tanto como le fue posible: tu propio corazón. Si hubiera alguna manera más clara de mostrar su amor por ti, la habría hecho, pero lo que ha encontrado como “argumento definitivo” de su amor por ti es vivir contigo.
Dios te ama tanto y de tal manera, que ha decidido dejar el cielo (o donde quiera que lo hayas puesto) su santo trono (si es que Dios le interesara tener alguno) para compartir contigo el día a día de tu tiempo en este mundo. Ahí está siempre, constantemente, sin que pueda ser de otra manera.
En efecto. NO puede ser de otra manera. La unión que Dios ha deseado tener contigo es indisoluble, infinita, eterna. El pecado (suponiendo que sepamos qué es eso), tu pecado (suponiendo que lo cometas) no puede ni mínimamente afectar la presencia de Dios en ti. Tu moralidad o inmoralidad, tu orientación sexual, tu partido político, tu forma de ganarte la vida… ¿qué es todo eso ante la decisión divina de estar contigo, junto a ti y de ser UNO contigo?
Bien lo comprendieron los cristianos primitivos cuando afirmaban que nada podrá separarnos del amor de Dios, pues todo es menos que polvo cuando se trata de modificar el deseo de Dios de ser tuyo, tan tuyo como tu yo más íntimo.
Y te digo un secreto. Ni siquiera Dios puede romper esa unidad de amor; en el supuesto caso (imposible por demás) que Dios quisiera separarse de ti, no podría. Al ser el amor su naturaleza más auténtica y al ser POR amor que se ha unido a ti, nada, ni él, puede desdecirse de su amor.
En el silencio, palpamos la presencia amorosa de Dios en nosotros. No siempre la sentimos, pero la sabemos porque nos fiamos de su amor poderoso y su poder amoroso. Si la unión con Dios dependiera de mí, pobre de mí, porque seguramente ya no existiría; pero como depende de su amor, puedo entregarme a la certeza de que ahí está, en lo profundo de mí, permitiéndome ser quien soy y ser como soy; amando quien soy y como soy; compartiendo mi ser y mi hacer.
A través de nuestro silencio nos entregamos a esa presencia, le decimos que “sí” y nos abrimos a su acción diciendo, de nuevo sin palabras: Tú que me amas, ensancha mi corazón para que aprenda a amar.
J. Álvaro Olvera I.
Suscribirse a:
Comentarios de la entrada (Atom)
No hay comentarios.:
Publicar un comentario