lunes, septiembre 13, 2010

Reflexiones de un quesque teólogo

Desde hace doce años me han pedido dar clases de teología en diversas partes. Comencé en una parroquia, pero los escenarios han sido de lo más diversos, los últimos fueron dos institutos de teología y el Diplomado en reflexión teológica en la Comunidad Católica Vino Nuevo.

La teología ha sido mi pasión todo este tiempo, sin duda alguna. Leerla, comprenderla y hacerla accesible a la gente es a lo que le he dedicado más tiempo en los últimos años. Y ha sido altamente satisfactorio, no sólo por el alimento intelectual que eso significa, sino por ser testigo de el momento en el que la gente comienza a hacerse preguntas, a reflexionar su fe y a deconstruir aquellos “ladrillos” que ya no les resultan funcionales en la relación con Dios que desean tener.

De un tiempo a esta parte, me ha sido dado mi práctica de “meditación silenciosa”, una mezcla entre la dyhana del sufismo de India y la comunión con la Fuerza de los Jedi. No me refiero a la oración, porque comúnmente la oración es comprendida como diálogo con Dios, y no es eso lo que yo hago. En fin, que a través de esta práctica uno comprende que Dios, si existe, es el Silencio más profundo del Universo, que es su cuerpo.

El Inefable, decían los Padres y Madres de la antigüedad, el que no puede ser puesto en palabras ni conceptos. Y si no hay palabras ni conceptos habrá, eso sí, un Silencio Divino Absoluto, con el que se entra en comunión, obviamente, a través del silencio de la boca, de la mente y del corazón. Como dijo Juan de la Cruz: la más grande necesidad del ser humano es quedarse en silencio ante este gran Dios.

Y si Dios es el Silencio Infinito y se comulga con Él (o con Ella, o con Ello, que aquí el género no existe) a través del silencio… ¿cómo explicar la enseñanza de la teología si no es como un acto de tremenda arrogancia?

Sí, soy y he sido un hombre arrogante, pretendiendo explicar, analizar y “viviseccionar” al Misterio Infinito. Escuchando las grabaciones de “mis clases” descubro no solo la temeridad de quien habla sin saber, sino la arrogancia de quien afirma tajantemente que lo que él dice del Silencio Absoluto es la verdad. No son pocas las veces en las que alguien en la sesión da una opinión (“Dios esto, Dios lo otro, Dios lo de más allá”) para encontrarse con mi “NO, Dios no es así; NO, Dios es asa”, como si yo poseyera el conocimiento que a esa persona le faltare.

¡Dios! ¿Cómo no sentir la arrogancia del teólogo? ¿Cómo regresar el tiempo para aprender a caminar con el grupo en la búsqueda de lo Divino en lugar de dar respuestas rápidas nacidas de los libros de Jon Sobrino, Leonardo Boff o Torres Queiruga?

Hoy me descubro profundamente incoherente con mi idea de un Dios Silencio… Yo he luchado por convertir ese Silencio en palabras, en teología, en clases semanales de dos horas.

Los místicos sólo hablan cuando la obediencia los obliga… yo he hablado porque me ha proporcionado gusto, placer intelectual y, lo reconozco, el orgullo de ser distinto, de ser quien sí sabe, de ser el teólogo “de cabecera” de una Comunidad que busca relacionarse con Dios.

Si lo que digo de Dios no es mi experiencia, entonces es pura demagogia. Si tuviera la experiencia de Dios, ¿podría hablar de ella?

Por eso, he decidido caminar en coherencia. Si Dios es Silencio y se comulga con él en el silencio, es tiempo, pues, de callar.


J. Álvaro Olvera I.