jueves, octubre 30, 2008

Pasando de la autodefensa


Anoche estábamos charlando con unos seminaristas que visitaron el espacio de reflexión teológica. Entre las preguntas, surgió una que nos dio pie a una interesante reflexión. Preguntaron qué hacíamos para dar a la gente gay herramientas para defenderse en una sociedad que los excluye.

De inmediato, varios de la Comunidad dijeron que no estábamos dando a la gente herramientas de defensa, pues una vez que se hacía la experiencia de que Dios nos amaba, no había necesidad de defenderse. Escuché las tres intervenciones mientras algo en mi interior decía: ¡no estoy de acuerdo con ellos! ¡Claro que hay que dar elementos de defensa! Me escuché pensando esto y me di cuenta que estaba atestiguando uno de mis cambios de perspectiva. Intervine en la conversación y dije:

La Comunidad ha evolucionado. Comenzamos siendo un grupo de atención pastoral a gays, ellos eran nuestra meta, el objetivo de nuestro trabajo y la razón de nuestra dedicación. Pensamos que había que darles armas para defenderse, así que lo primero fue organizar un curso de Biblia, donde se hablaba de los textos usados para condenar la homosexualidad. En nuestro curso, la gente aprendía que esos textos se estaban interpretando de otra manera, lo que los biblistas decían al respecto y se hacía una crítica a la interpretación tradicional de la iglesia.

Luego, decidimos hacer el famoso “retiro de reconciliación” que no era más que un encuentro de dos días para hablar de la realidad de las personas homosexuales y cómo la fe y su visión de Dios les habían servido o les habían hecho más grave el proceso de amarse a sí mismos. A través de las charlas, tratábamos de mostrar que Dios no hace acepción de personas y que su amor infinito es para todos, gays incluidos.

Así que, al inicio, sí buscábamos dar a la gente gay armas para defenderse de las agresiones del mundo. Incluso organizamos un encuentro con padres de familia cuyo mensaje era: ¡Acéptenlos!

Más tarde, sería Dios mismo quien nos haría dar un giro pues en uno de nuestros retiros de reconciliación de los quince participantes sólo dos eran gays, los otros eran heterosexuales. Me sentí fracasado pues creí que para ellos había muchos tipos de retiro, que podían ir a su parroquia, pero que la gente gay no tenía más que a nosotros. Me sentí molesto porque les dimos lugares a ellos y el retiro que era para gays se llenó sin gays.

Durante ese fin de semana, descubrí que los heterosexuales presentaban las mismas dificultades que los gays en torno a la sexualidad: culpa, sensación de pecado, de ser indignos a los ojos de Dios, de no relacionarse con él por sentirse “sucios” por su forma de vivir su sexualidad y gozar del sexo.

Así que, sin quererlo y aun con mi enojo, la Comunidad sintió un llamado más amplio. Dejamos de ser un grupo cerrado y abrimos las puertas a quienes necesitaran un proceso de reconciliación entre su fe y su sexualidad. Transformamos el plan de estudio teológico y la estructura de los retiros.

Con el tiempo, la Comunidad supo que el secreto era una profunda y seria relación con Dios y para ello era necesario hablar de las ideas que nos hacemos sobre él por la cultura y la religión que hemos recibido. Al mismo tiempo que analizábamos esto desde la teología, abrimos espacios de oración contemplativa, para que la gente pudiera probar aquellas cosas que aprendía en el estudio teológico.

Y, en efecto, todo estuvo en que la gente comenzó a estudiar y a orar (al fin de cuentas, la auténtica teología es experiencia y no teoría, así como una sana oración ha de estar bien fundamentada) se dieron las transformaciones: había más auto aceptación en los gays, los heteros se mostraron más abiertos, ambos aceptaron convivir juntos, había más sentido de la dignidad personal, más conciencia de la necesidad de respetarse y hacerse respetar. Sin buscarlo, la gente tenía ahora auténticas herramientas para sentirse amados con su orientación sexual, sus opciones de vida y su estado civil o de salud.

La Comunidad se construyó como lo que ahora es: un espacio de convivencia, estudio y experiencia de un Dios amoroso. Han llegado más heterosexuales y algunos homosexuales se han ido reprochándonos que en nuestros espacios no se da “la convivencia y la diversión” (sabrá Dios qué entienden por eso, claro) o que no somos suficientemente “activistas”.

El padre Gerardo, nuestro fundador, nos decía: “Mi trabajo es con los gays, pero mi pasión es mostrar un rostro nuevo de la iglesia”. A estas alturas, se ha cumplido el sueño de quien dio su vida y su salud para que existiéramos, pues somos una Comunidad que recibe a los gays, pero que muestra un modo diverso de ser iglesia de Jesús.

J. Álvaro Olvera I.

miércoles, octubre 29, 2008

Los muertos vienen


Dos de noviembre, ya se está cocinando el pan de muerto, las calaveras de azúcar sonríen desde los estantes y el papel picado vuela en los puestos del mercado. La fiesta de los muertos llega y con ella, las mesas se adornan y los altares se pueblan de manjares en memoria de los que se han ido.

Cuando era niño, me decían que esa noche los muertos regresan del más allá, siguiendo el aroma de su comida favorita, guiados por las velas, a través del camino de las flores de zempasúchitl (como quiera que se escriba el nombre de la famosa flor de muertos) A mi me daba miedo, pero no me aguantaba las ganas de espiar a ver si alcanzaba a ver al abuelo Antonio comerse algo.

Al entrar al seminario, esa idea fue arrancada: los muertos se van al cielo (o al infierno, depende) y no regresan a nada, según lo que mi formador decía ser la fe de la iglesia.

Ahora, lejos de los días de mi infancia (cuando menos de mi infancia física) y ya libre de la estrechas visiones sobre la vida, me veo poniendo un altar de muertos en un rincón de mi casa: velas, papel picado, algo de fruta, una o dos fotos y mucha magia, porque para mí la fiesta de los muertos es una fiesta mágica.

Esa noche, la puerta de este mundo y el otro se abren y los espíritus se hacen presentes, no porque se hayan ido al cielo (¿qué clase de gente es esa que se va felizmente a gozar a Dios y nos deja aquí solitos? ¿No que nos querían tanto?) sino porque siempre presentes, no son siempre obvios para la mayoría de la gente.

Los espíritus se presentan, se acercan a las ofrendas con una mirada entre triste y curiosa, como recordando con nostalgia lo que les gustaba y ya no tienen y preguntándose al mismo tiempo como es que podemos seguir viviendo con eso que comemos. Pasan la noche aquí y regresan a su mundo al amanecer.

¿Los has visto? Yo sí.

Son como nubes, como sedas chinas (de las buenas, entiéndase, de las que usaban las Emperatrices del pasado) A veces, cuando hay un niño o adolescente sensible, se pueden ver como a través del cristal de la ventana en una tarde de lluvia. Los perros siempre los miran, y mueven sus rabos emocionados porque no los han olvidado.

Yo los miro, supongo que son mis genes perro – porque llegué a la conclusión de que mi fácil comunicación con los cánidos se debe más bien a que en mi ADN hay presencia perruna – Y a veces me hablan. Claro que no hablan con palabras nuestras, pues no tienen ya pulmones ni el aire vibra en sus cuerdas, pero me hablan, me dicen cosas.

Una vez, fue aquella abue la que me dijo: “Siempre estaré en esta puerta, cuidándolos” (¿te acuerdas, viejhote)?; otra, fue el viejo tío homosexual que aún en la tibieza de la muerte estaba buscando al amor de su vida.

Una noche fue Lipotimia, mi perra (la que se llevó la perrera cuando yo estaba en la escuela ante la mirada complacida de los adultos que no entienden nada de lo que pasa entre uno y su perro) la que se presentó. Jugamos como locos, pero no pudo recoger el trapo que le lanzaba, solo sonreía – porque los perros, señores míos, sonríen de una manera tan limpia e inocente como ningún ser humano, salvo Jesús o Buddha, puede hacer – se sentó a mi lado como en los viejos tiempos y me preguntó si aún la quería. Yo hundí mi rostro en su traslúcido pelaje y la llené de besos y le dije: “si yo hubiera estado en casa, nadie te hubiera llevado”. “Bien lo sé”, respondió, y me lamió el rostro. Desde esa noche, en cada ofrenda de muertos dejo un puño de croquetas In Memoriam.

No me da miedo la muerte, no me asusta. Pienso en la gente que me voy a encontrar: mi abue (pinche Chabela, me dejaste solito y te necesitaba tanto) mi abuelo al que no conocí, todos mis perritos, mis ratas blancas, mis pollitos y patos, los canarios, las hormigas y las cuijas acapulqueñas, las palomas, Carmelo Conejo y sus hijos y hasta Rayito, el cuyo de mi sobrino que feneció asfixiado cuando lo dejaron encerrado en el auto a las doce del día.

Y pienso en Jesús y en Buddha, en Maestro Eckhart y Jualiana de Norwich, en Teresa y en Juandelacruz, pienso en Francisco y en Martín de Porres y toda su sarta de bichos, avechuchos y demás animalillos; pienso en mis amigos que murieron por el SIDA, y en Cleopatra y Marco Antonio… ¡Dios santo, cuántos reencuentros tendrá la muerte para mí! ¡Qué emoción!

Y si piensas que me volví loco, nomás espera despierto la noche del día primero al día dos, siéntate cómodamente, abre los ojos y sabrás.

Pero no abras los ojos del rostro, esos que se van a comer los gusanos, zopenco, sino los del corazón, que – como reza una leyenda callejera que vi en foto – algunas cosas necesitan ser creídas para poder ser vistas.

Luego de las visitas de mis espíritus la noche de muertos (y de mis visitas a su mundo una que otra vez) mi corazón queda muy feliz, muy en paz. Aprendo que la vida, el Gran Misterio de la Vida, no termina cuando uno se va de aquí, sólo cambia uno de forma a otra más suave… Sí, ahora que lo pienso, la muerte lo vuelve a uno del mismo material del que están hechos los sueños, las ilusiones, las hadas y los besos robados, sólo que más sabios.



J. Álvaro Olvera I.

martes, octubre 28, 2008

Y lo escribe un teólogo


Encontré este texto en la web, me encantó y lo paso al costo. Y que quede asentado quelo publica uno de los más famosos teólogos biblistas católicos. Gracias Xavier.

J. Álvaro Olvera I.


***


"Al comienzo del verano recibí, con mi esposa, el premio Arco-Iris de la Comunidad de Homosexuales Cristianos de Madrid y me honro desde entonces del título que tuvieron a bien concedernos: somos Amigos de los Homosexuales. Pues bien, ahora que el verano empieza a terminar, recojo y publico el texto que alguien me mandó por entonces: un decálogo del homosexual, con veinte artículos. No sé ya quien me lo mandó, no voy a averiguarlo. Tengo la impresión de que el texto andaba por ahí y de que él lo había recogido de algún sitio que tampoco recordaba. Así lo envío y ofrezco a todos los amigos del blog, como un bien común. Me gustaría que se comentara de un modo abierto, incluyendo también a los heterosexuales y a todos los tipos de personas.


Decálogo del Homosexual


1. Soy homosexual desde siempre y nada puedo hacer para cambiarlo. Quien diga que puede es un mentiroso, un iluso, un ignorante o quizás sus miedos lo hacen pensar que si.

2. No me rechaces por ser como soy. Mi homosexualidad no es un deseo de ofender ni de lastimar: es mi orientación sexual natural y constituye un rasgo fundamental de mi personalidad. Es la manera que tengo de entregar mi afecto y de ejercer mi sexualidad y tengo tanto derecho a mi sexualidad como tú a la tuya.

3. Si a veces he deseado ser heterosexual o he actuado como si lo fuera, no es porque mi homosexualidad me haga infeliz sino porque creí que era la única manera de sobrevivir en medio del prejuicio y del odio generales. Me daña muy gravemente que los demás se sientan con derecho a hacerme objeto de su desprecio, burla y agresiones tan sólo porque soy diferente de ellos.

4. El asco, desprecio, horror y desconfianza hacia los homosexuales se llama homofobia. Una fobia es un rechazo irracional y, por lo mismo, una perturbación mental. Ya es tiempo de que sanes de ella.

5. No soy un bicho raro: soy una persona como cualquiera otra. En la medida en que me rechaces, me iré alejando de ti. Si soy tu familiar o amigo, no me conviertas en un extraño.

6. Habemos homosexuales de todos tipos, edades, razas, nacionalidades y clases: nos encontrarás en el gobierno, las fuerzas armadas, la iglesia, las instituciones de enseñanza, las empresas públicas y privadas y en todas las profesiones y actividades. Aunque no lo creas, aproximadamente la quinta parte de la humanidad somos homosexuales.

7. Si todos y todas las homosexuales desapareciéramos del planeta, te sentirías muy mal: desaparecerían muchas de las personas que quieres o admiras y muchos de tus amigos y familiares. Es posible, incluso, que no hubieras nacido: muchos homosexuales han tenido hijos.

8. Si alguna vez me has dicho que me amas, demuéstramelo: ya era homosexual cuando me lo dijiste y yo te correspondí con mi cariño. No me entusiasma que me menciones lo mucho que me querrías ’si yo fuera diferente’. No tienes ningún derecho a exigirme ser como tú para que me consideres valioso o digno de tu afecto: eso se llama discriminación y es un delito.

9. No digas necedades como que me preferirías alcohólico, asesino o violador. Si en tu familia deseas asesinos, alcohólicos o violadores, no me consideres pariente tuyo. Yo aspiro a ser una persona productiva y útil, digna de confianza y de respeto. Tus comparaciones me ofenden y me agreden.

10. Si quieres que te respete, tú también tendrás que respetarme. El respeto es la capacidad de considerar el valor de los demás y no tiene importancia cuando no es mutuo.

11. Yo sé que la iglesia católica -y muchas otras que se dicen cristianas o cualquier otra confesión religiosa- condenan las relaciones homosexuales. También condenan las relaciones prematrimoniales, el adulterio, el sexo oral, la masturbación, la literatura erótica y, en general, todo lo relacionado con el sexo. Igualmente prohíben la ordenación sacerdotal de las mujeres, el uso de los condones, el aborto, los anticonceptivos y la evasión de impuestos, entre muchas otras cosas. En cambio, permiten y aprueban la guerra y la pena de muerte. Si realmente quieres seguir las enseñanzas de Dios, no confundas su mensaje con las necedades de aquellos que pretenden hablar en su nombre.

12. Muy pocos médicos, psicólogos y psiquiatras están capacitados para entender y valorar la sexualidad humana, ya que sus programas de estudio no la incluyen. No me pidas ponerme en manos de ignorantes. Si quieres entender mi homosexualidad, acude tú con un sexólogo.

13. Hay muchas teorías que tratan de ‘explicar’ el origen de la homosexualidad. Ninguna ha logrado acertar porque los científicos que las formulan parten de la idea de que es una alteración de la conducta, de la biología o la falta de algo. No soy una enfermedad ni un defecto: soy una persona. ¿Tú porqué eres heterosexual? ¿Te lo has preguntado alguna vez?

14. Antes de usar términos como ‘aberrante’, ‘desviado’, ‘anormal’ o ‘depravado’, consulta el diccionario. No hagas gala de tu ignorancia.

15. Nadie es ‘culpable’ de que yo sea homosexual. Yo no ‘me volví’ homosexual porque alguien ‘me pegara’ sus mañas. Si las preferencias sexuales fueran contagiosas, todos seríamos heterosexuales porque ustedes son mayoría. Ni tú ni nadie se volverá homosexual por convivir conmigo.

16. Las historias que has oído o leído acerca de que los homosexuales somos violadores de niños son falsas. Más del 80% de los violadores de menores de edad son heterosexuales y te lo pueden comprobar en cualquier oficina de defensa de derechos humanos o en cualquier juzgado penal.

17. No soy homosexual porque aún no haya encontrado a la ‘persona adecuada’ del otro sexo. No me atrae ni me interesa tener relaciones sexuales con personas de sexo diferente al mío, así como a ti no te atrae el tenerlas con alguien de tu mismo sexo. Tampoco ando persiguiendo heterosexuales: prefiero relacionarme emotiva y sexualmente con una persona homosexual de mi mismo sexo.

18. No tengas temor de preguntarme lo que sea acerca de mi vida sentimental o sexual, y en general, de mis aspiraciones como persona. Yo estoy deseando que me conozcas mejor y, comunicándonos, te sorprenderás de lo parecidos que somos.

19. No estoy pidiéndote que me entiendas y me toleres, sino que me comprendas y me aceptes. Tolerar es indigno porque la tolerancia es un repudio disfrazado de buena voluntad.

20. Finalmente, no dudes de mi afecto por ti… y no me hagas dudar del tuyo convirtiéndome en tu enemigo. Mi vida es buena y valiosa y tengo que vivirla tal cual es, incluso a pesar de ti. Porque de artistas, de Santos y de locos; de todos tenemos un poco."



Xavier Pikaza Ibarrondo

Teólogo

Su Nombre


Si leíste la reflexión que mandé sobre mi verdadero nombre sabrás por dónde va esta que trata del Nombre de Dios (así, con mayúsculas)

Que Dios tiene un Nombre es conocido de la fe bíblica. Con Nombre, me refiero a lo más íntimo de la persona de Dios (en la medida en que podemos conocerla). Para la fe de Israel, el Nombre de Dios, aunque se reconoce que existe, es impronunciable por lo que recurren a circunloquios: el Santo, El Señor, El Rostro, Hashem (que justo significa EL Nombre, es decir, el que existe por antonomasia)

El Nombre de Dios define lo que Dios es para quienes lo invocan de esa manera. Para los seguidores del Islam, Dios tiene 99 nombres, el primero de los cuales es Alláh (que significa algo así como LA nada, es decir, aquel que no es nada de lo que podemos pensar o nombrar y ante quien las cosas no tienen subsistencia propia) Los Sufis lo llaman El Amado.

Jesús lo llamaba Abbá, que se puede traducir como papito, pues para él, Dios no se define principalmente por ningún atributo como la santidad, la omnipotencia, la pureza, la eternidad o la grandeza de su poder, sino que se define por su paternidad: Dios es invocado por Jesús como la fuente de la vida, la cercanía, el cuidado, la solicitud amorosa, la infinita misericordia, el amor incondicional.

Para nosotros, los cristianos, el Nombre que Jesús le da a Dios es EL Nombre, pues para nosotros la relación de Jesús y Dios es tan profunda y transparente que da como fruto un conocimiento exacto de la naturaleza de Dios. O sea que si Jesús dice que Dios es Abbá, es porque Dios es Abbá y actúa como tal hacia nosotros.

Por eso, cuando pensamos qué significa que Dios se llame Abbá y nos lo tomamos en serio, la cosa cambia. No es lo mismo creer en un poder superior, en una energía cósmica, en una divinidad abstracta, en un dios castigador que en un Dios que es Amor incondicional, real y concreto, que se da a cada uno de nosotros de manera personal y única, como único es cada uno de nosotros.

Dios nos llama por nuestro verdadero nombre, y su verdadero Nombre refiere su ser y su hacer: Amor. Y Dios es coherente con su Nombre, por eso en él no se encuentra ni sombra de odio, violencia, oscuridad o muerte.

Dios, coherente con su Nombre, no sabe más que amarnos, perdonarnos, acompañarnos, cuidar de nosotros, guiarnos, ayudar nuestros esfuerzos por ser libres, felices, plenos, humanos.

Por todo esto, me encanta la oración de Jesús en la que decimos todos juntos como hermanos y hermanas: Santificado (bendito) sea tu Nombre.




J. Álvaro Olvera I.

viernes, octubre 24, 2008

En memoria de la Teresa


Sí, Teresa fuer una mística, una mujer profundamente espiritual que alcanzó a tocar el Misterio Divino y dejarse tocar por él. Sus obras han inspirado a miles de personas a seguir los caminos del Castillo Interior, la secreta morada de Dios en la persona.

Teresa descubrió, a través de su silencio y de la influencia de la mística árabe (detalle que está siendo estudiado con mucha atención en los círculos teresianistas) que en lo más profundo de la persona había una “habitación”, un espacio sagrado, lugar del encuentro entre Dios y el alma. El libro de Las Moradas narra, con todos los recovecos de la Teresa (que escribe como si estuviera hablando, con largos paréntesis explicativos) narra el proceso del alma que quiere llegar a la recámara, a la cama donde la espera su Dios Amado.

La belleza de la persona, según Teresa, no estaba en sus cualidades físicas o su alcurnia, sino en ser un castillo “como de cristal”, habitado por el mismo Dios. El trabajo de alma será ir entrando al castillo, recorriendo sus pasajes secretos y sus habitaciones cerradas, para ir acercándose cada vez más a la unión (que se describe con tintes claramente eróticos) con Dios.

¿Qué nos dice Teresa en estas metáforas espirituales?

Que no estamos solos. Que no somos el producto en serie, el accidente en el noviazgo de nuestros padres y madres, el motivo de la boda adelantada o el producto más o menos fallido de una cadena de coincidencias. Para Teresa, hemos sido creados “a mano” por Dios, que ha puesto especial atención a los detalles de nuestro ser, de nuestra personalidad, de nuestra herencia genética, de nuestra orientación sexual a fin de hacernos únicos, irrepetibles y engalanar con nuestra existencia la diversa hermosura de la creación.

Nos dice que si aprendemos “a ver más allá de lo evidente” (referencia ochentera, quien tenga oídos, que lo oiga) más allá de lo que nos dicen sobre nosotros mismos, podremos escuchar – como si se tratara de una sinfonía cósmica – el leitmotiv que nos repite interiormente: “eres mi hijo muy amado, en ti me complazco” cantado a dos voces entre Dios y el universo.

Nos dice que la relación con Dios no es para pedirle cosas, como si fuese máquina expendedora de chucherías, sino para comulgar con lo divino en el silencio de nuestro corazón, a fin de que lo divino en nosotros se vaya haciendo más evidente cada día y nos impulse a ser más humanos, más hermanos, más plenos.

Nos dice que Dios no tiene miedo a nuestro placer, al erotismo ni al sexo (digo, el los inventó y los hizo así como son por alguna gozosa razón) y que por eso no tenemos que despojarnos de esas dimensiones de nuestra humanidad para acercarnos a él, para estar en profunda relación con él. Si la unión del alma con Dios es abrazo, beso y acaricia apasionada en el secreto de la recámara, es porque besar, abrazar y acariciar apasionadamente son acciones sagradas, tanto más santas cuanto más amorosas, respetuosas y auténticas sean.


Teresa nos dice que el conocimiento interior (ese ir recorriendo las habitaciones del castillo) es tan necesario como el respirar, si es que queremos tocar lo más auténtico de nosotros mismos, reconocerlo, valorarlo y vivir a partir de ahí.

Querida Teresa, gracias porque te aventuraste a recorrer el castillo y nos animas a hacer lo propio para descubrir la infinita belleza de nuestro ser interior.

J. Álvaro Olvera I.

¿Son necesarias las religiones?


He estado leyendo algunas noticias y comentarios sobre el congreso “¿Es verdad que Dios ha muerto?”. Sin duda que hacer congresos semejantes es una excelente oportunidad para escuchar distintas voces, posturas y formas de pensar respecto al “problema” Dios.

Estoy consciente de igual manera que la pregunta es retórica. No podemos reunirnos a discutir si Dios ha muerto, si está vivo o si está dormido o de vacaciones. Dios no está muerto, ni está vivo, simplemente porque está más allá de esos conceptos. La intención de estos congresos parece ser, más bien, hablar sobre lo que las religiones nos presentan como Dios, su vigencia, las luces y sombras de creer en Dios de una u otra manera.

Se dijeron muchas cosas interesantes y, como siempre pasa, también salieron a relucir algunas críticas a sistemas religiosos. Parece que la percepción más o menos extendida es que las religiones “oficiales” no sólo nos ofrecen un dios muerto o agonizante, sino que además está detrás de los graves y grandes problemas del mundo por la forma en la que están organizadas, por su credo o dogmas y por su olvido de los problemas reales de la gente.

¿Es así? ¿El papel de las religiones es tan malo que lo mejor que puede pasarnos es que desaparezcan? ¿La libertad y madurez humana ha llegado al momento de no necesitar a las religiones?

No lo creo. Si bien sabemos que las religiones nacen y se alimentan del miedo (sea el miedo a la muerte, al más allá, a la vida, al placer) y están para ofrecer seguridad y respuestas “infalibles” que den sentido a los colectivos sociales, también hay que reconocer que su función estabilizadora, la identidad que otorgan a sus miembros, las claves de interpretación de la vida, la cosmovisión y la ética que ofrecen son necesarias para la cohesión social y para el establecimiento de cierto orden.

Es el precio de la convivencia en este momento de nuestra historia y del desarrollo de nuestra conciencia: necesitamos reguladores externos que nos “obliguen” a hacer nuestros algunos valores, a vivir de cierta manera y a experimentarnos parte de un todo organizado. El Estado democrático hace la misma función y, por mucho que nos guste o no tal Estado, la pretensión de una sociedad sin él nos suena más bien a ilusión.

Si el papel del Estado y, en México, de la iglesia romana es dar cohesión, implantar ciertos valores, otorgar un sistema de interpretación de la realidad que sirva para aliviar la angustia existencial a la mayoría de la población, entonces estamos ante realidades válidas y necesarias para un cierto estado de conciencia en el que estamos la mayoría de las personas.

Las religiones, y la iglesia romana en particular, existen para ofrecer a los seres humanos esa estabilidad, seguridad y cohesión que necesitan cuando se encuentran en un cierto estado de conciencia. No podemos pedir peras al olmo, no podemos esperar que unas instituciones humanas (como son todas las religiones) nos den otra cosa. Exigirlo es injusto.

La solución no es que desaparezcan las religiones (podría ser un caos generalizado) sino que nos demos cuenta que saltar fuera de las sombra de las religiones en pro de una experiencia profundamente espiritual y profundamente humana es el camino para la madurez.

Que mi familia siga creyendo que la mujer es inferior (y lo siga predicando) no justifica el exterminio de mi familia, sino que me lleva a replantear lo que he recibido de ella, y dar el salto fuera de su sombra para vivir y pensar distinto es un signo de mi madurez.

Que las iglesias cristianas sigan predicando un dios de premios y castigos, un dios que rechaza a los homosexuales, un dios que castiga que disfrutemos plenamente de la vida no justifica que las descalifiquemos o que pretendamos que desaparezcan, movido quizá más por el resentimiento que por auténtico amor a la humanidad.

Si me he dado cuenta de que las iglesias ya no son una respuesta para mí, quizá sea tiempo de dar el salto, tiempo de madurar, tiempo de hacerme responsable de mi propia fe y de mi experiencia personal de un Dios distinto.

Yo deseo ser libre y en la medida en que lo consiga, invitaré a otros a hacer lo mismo. No destruyamos a las iglesias, seamos coherentes y congruentes con el Dios distinto que hemos experimentado; eso sí que es hacer un favor a la humanidad.

J. Álvaro Olvera I.

Mi nombre


Ayer en la sesión de teología surgió la cuestión del nombre. Decíamos que Dios nos llama a cada uno por nuestro nombre, que en la Escritura el nombre es sinónimo de lo más íntimo y real de la persona y que el nombre es aquello que nos da identidad y con lo cual nos movemos en el mundo e interpretamos y comprendemos la realidad, la íntima, la social y la cósmica.

Uno de los participantes sugirió una actividad: “piensa ¿cuál te gustaría que fuera tu nombre?” Eso me dio material para invitarlo a reflexionar sobre el nombre de cada uno, nuestro nombre verdadero y el nombre de Dios.

Nombre es identidad profunda. El nombre que está en mi credencial de elector es mi nombre externo, el nombre social o, quizá el nombre que tiene la máscara que uso en mis relaciones diarias, el nombre de aquel personaje que pretendo ser. Como sea, no me refiero a ese nombre, porque llamarme Álvaro o Daniel no hace diferencia en mi ser. Hablo de mi nombre profundo, aquel que me da identidad, el que ilumina lo que soy y lo que hago.

A veces me he puesto cada nombrecito… Cuando era niño, mi nombre era “inútil”, porque mi padre siempre me decía que eso era lo que yo era. Y como mi padre tenía autoridad y era para mí como un súper héroe, me creí el nombre y comencé a vivir como tal, comprendí mi universo desde esa identidad y actué en consecuencia.

Cuando adolescente, luego de un desengaño amoroso, mi nombre fue “yo no nací para amar” (gracias Juanga). Me creí la idea de que yo no merecía ser amado por nadie, por eso me habían abandonado. Y comencé a verme a mí mismo desde ese nombre, interpreté mi realidad desde esta identidad y me relacionaba con los demás desde ese nuevo nombre.

Luego vino el nombre “tu sexo es sucio”; después “no vales nada”; más tarde “eres indigno de Dios”; luego “soy muy caliente y puedo vivir mi sexualidad como quiera”; y “si no tengo pareja es porque no valgo”; vino el “si no le aguanto todo es que no se amar”; y “merezco que me trate así”; y “si me deja nadie más se fijará en mí”… y me vi a mí mismo desde esa identidad, interpreté el mundo y me relacioné con los demás desde esos nombres. ¡Te podrás imaginar mi vida!

Todos estos nombres fueron mis nombres reales, viví con ellos, viví de ellos y viví de acuerdo a ellos. Pero ¿sabes?, ninguno era mi nombre verdadero porque fueron nombres que otros me dieron o me di a mí mismo. Mi nombre real estaba escondido, esperando ser reconocido.

Una noche, en 1987, mi nombre verdadero fue pronunciado: “Eres mi hijo muy amado, me encantas” (que en lenguaje de la Biblia se dice: “en ti me complazco”, pues) Y como era el nombre dado por Dios, descubrí que era mi nombre auténtico, el de a deveras, el eficaz, el definitivo. Hijo de Dios… wow; muy amado… súper wow; me encantas… súper súper wow. Mi nombre: Eres mi hijo muy amado, me encantas… ¡nadamassuperwoweneluniverso!

Los otros nombres me lo di yo o me los dio otro ser humano, pero este último nombre me lo daba Dios mismo, y me lo dio desde toda la eternidad, cuando pensó en mí y me llamó a la existencia. Es por eso que los otros nombres no son definitivos, pero el que él me da si lo es, acuérdate que cuando Dios dice algo, se hace, así que si él dice mi nombre…

¿Cuántos nombres te has puesto? ¿Cuáles son? ¿Cuál es el nombre que usas ahora mismo? Piénsalo un poco, seguro descubres cosas muy importantes.

Y piensa en el nombre que Dios te ha dado, tu verdadero nombre. Y ya que lo descubras en ti, ojalá te veas a ti mismo, veas en mundo y te relaciones desde ese magnífico, liberador y absolutamente amoroso nuevo nombre.


J. Álvaro Olvera I.

Una pequeña diferencia


Creer en Dios parece ser una actitud muy extendida. Millones de personas en todo el mundo afirman que creen en la existencia de una divinidad, de un poder superior, aunque con sus diferencias específicas. Creer en Dios, entonces, es algo que muchos hacemos y sin mayor problema.


Creerle a Dios… eso sí que es harina de otro costal, porque incluye el asentimiento del corazón al Misterio, aceptar que las cosas no son como pienso ni como me he creído que son, influenciado por un entorno, una cultura, una religión, una filosofía.


Pensar, por ejemplo, que el sentido de la vida está en “ser”, pero que a la hora de los hechos, el “ser” es convertido en “tener”, que hace que la vida entera se organice en el absurdo de comprar y comprar…


Creer que mi dignidad está por encima de la de los demás, y hacer lo posible por mostrar mi valía pasando por encima de los otros…


Estar seguro que la naturaleza es un conjunto de “cosas” sin más valor que el que adquieren en el mercado y que, por lo tanto, puede ser contaminada, destruida, vorazmente explotada…


Hacerme a la idea de que mi libertad se hace más amplia en cuanto paso de todo, pruebo de todo, me permito todo, sin importar si me llevo entre las patas a otros…


Estar convencido de que mi raza, el color de mi piel, mi idioma o mi religión me hace mejor…


Afirmar – cuando menos en los hechos, en la forma en que me miro a mí mismo – que mi orientación sexual me hace menos digno de amor y de respeto, menos amado por Dios y, por ende, merecedor de todas las desdichas que he traído o permitido que otros dejaran en mi vida…


Pensar que necesito ganarme el amor de los demás (y de Dios) por medio de mi fuerza, de mis valores morales, de mi práctica religiosa, de mi obediencia a las tradiciones, de mi sometimiento a las jerarquías, de mi renuncia a la libertad de ser y de pensar…


Todas son formas de no creerle a Dios, porque el Misterio se ha revelado como una presencia de bondad, de amor infinito, de aceptación sin juicios.


Dios se nos ha mostrado como deseoso de que seamos felices, de que tengamos plenitud y de que nos hermanemos con todas las personas y con todas las criaturas.


Si creyera más a Dios (y menos en Dios) mi vida daría un giro. Cuando menos, así lo creo, sería más feliz y viviría más amorosamente.


Señor, que TE crea.

J. Álvaro Olvera I.