jueves, noviembre 15, 2007

Que bueno que Dios es bueno


Hablando con un sacerdote sobre reconocer lo que somos y lo que hacemos como parte de nuestra madurez y nuestro crecimiento espiritual, surgió la cuestión de lo que llamamos “pecado”. Mi amigo me decía que había hecho mucho daño a las personas, por lo que se sentí muy dolido.


La culpa, esa sensación de lo mas conocida por quienes hemos sido educados en el catolicismo romano (no sé si se dé igual en otras confesiones) es una de las reacciones más comunes ante nuestros propios errores. Cuando nos damos cuenta que no actuamos de cierta manera – según lo que Dios, otros o una persona espera de sí misma – nos sentimos avergonzados, confundidos y nos preguntamos cómo es que fuimos capaces de hacer lo que hicimos.


Reconocer nuestros errores no es malo, al contrario, el problema viene cuando a este reconocimiento añadimos la culpa, porque la culpa siempre nace de la conciencia de no estar cumpliendo las expectativas que otros o nosotros mismos nos hemos hecho.


La aceptación de nuestros errores y de sus consecuencias es una actitud cristiana básica, solo desde la conciencia de lo que somos, de lo que hacemos y de las cosas que hemos sido capaces de hacer nos abre a la humildad, a la necesidad de ser acompañado por otras personas, a la certeza de la compasión de Dios.


El reconocimiento nos abre a los demás, porque nos confronta con lo que hemos hecho contra otros, según la vieja pregunta bíblica “¿Qué has hecho de tu hermano?”


La culpa, en cambio, nos cierra en nosotros mismos – que somos la medida de la culpa – no permite que veamos las consecuencias de nuestros actos para los demás y nos ciega ante los posibles caminos para superar y transformar las conductas que no nos ayudan. La culpa corroe la visión que tenemos de nosotros mismos y en lugar de vernos como lo que somos, hijos e hijas muy amadas de Dios, nos miramos como pecadores, como escoria… poco amor puede nacer en un corazón acostumbrado a mirarse a si mismo como el corazón más negro de todo el universo.


Teológicamente hablando, la culpa no es una actitud pedida por el evangelio, porque Jesús nunca hizo ni pidió a la gente sentirse culpables, sino reconocer los propios actos y las propias actitudes siempre con la esperanza de una compasión divina que sobrepasa todo lo esperado.

Así que, la próxima vez que tus expectativas sobre ti mismo se quiebren (y mira que se van a quebrar mas de una vez, eso te lo aseguro) en vez de sentirte culpable y encerrarte en el círculo del auto rechazo, arrójate de lleno en los brazos de Dios, quien te conoce, tiene paciencia contigo y no deja nunca de amarte, como bien lo expresó la santa de Calcuta en un dicho que se le atribuye:


Nada de lo que hagas

Puede hacer que Dios te ame más.

Nada de lo que hagas

Puede hacer que Dios te ame menos,

Porque Dios te ama tal y como eres

Y que bueno es saber que Dios es buenop, ¿no crees?


J. Álvaro Olvera I.

jueves, noviembre 08, 2007

La verdad nos hace libres


Ayer me invitaron a dar dos clases en la Ibero, en un curso de temas sobre antropología filosófica, me pidieron que hablara del tema “La experiencia religiosa”. Ni tardo ni perezoso dije que si, me habían dado en mi mero mole.

Las clases fueron buenas (desde mi muy subjetivo punto de vista, claro) y me llamó la atención como los jóvenes, todos declarados no muy practicantes en sus respectivas religiones, se sentían intrigados por el tema. No hablé de teología, hablé de antropología, de aquello que está de fondo en lo que hemos llamado experiencia religiosa y en qué es lo que hace que los seres humanos tengamos este tipo de experiencias.

Al final, se me acercó un joven, un hueso duro de roer según palabras del profesor que me había invitado. Pues este hueso duro de roer confesó que creía en Dios, pero que no estaba de acuerdo con las religiones. Cuando escuchó que yo era católico romano, se lanzó con todo y directo a la yugular: que si la iglesia es un negocio, que si los curas son unos parásitos, que si la manipulación y el miedo se usan para que la gente de limosnas, que si la represión sexual, que si la iglesia es el lugar donde se gestan los más feroces machismos, que si...

Cuando por fin hizo una pausa para preguntarme qué pensaba, le di la razón. Le dije que la religión (toda religión) nace de una experiencia humana, está pensada por seres humanos y la conforman seres humanos, luego entonces, en normal que las religiones estén llenas de errores, limitaciones, manipulaciones, desviaciones... todo lo que hacemos los seres humanos con las cosas que creamos.

Hubo una segunda andanada, esta vez en torno a la conducta sexual del clero, que si los obispos escondiendo pederastas, que si los curas usan su poder para abusar de niños, que si los que tienen mujer e hijos, que si...

De nuevo, se detuvo para mirarme con interés y esperar mi reacción. Y de nuevo le dije que si, que tenía razón, que la iglesia no debe pactar con los delitos, que es un deber de los ministros ser honestos y transparentes con su vida, que jamás debería usarse a Dios y las cosas de Dios para manipular y conseguir los propios intereses (contra esto, Jesús reaccionó casi con violencia)

Le dije que era necesario que la iglesia se transformara, que en lugar de ser lo que es, se convirtiese en un oasis de paz, de hermandad, de justicia, donde las personas pudieran sentirse y saberse acogidas, amadas, aceptadas, perdonadas, reconciliadas.

En el tercer round, me dijo que si sabíamos todo esto (con lo que estaba de acuerdo) por qué la iglesia se negaba a cambiar, porque el papa y los obispos seguían mostrándose tan radicales en cosas secundarias.

Y por tercera vez, le di la razón, porque yo también espero esa iglesia de rostro nuevo, más humana y por ello más divina, pero no es suficiente esperar. Pienso, y así se lo hice saber, que necesitamos superar la actitud adolescente de amar a la iglesia solo si es perfecta (es como amar a nuestros padres solo mientras pensamos que son perfectos, y cuando descubrimos sus miserias, dejar de amarlos porque nos sentimos traicionados) La iglesia, comenté, es como esa madre que uno quiere ver perfecta, pero que sabe que es profundamente pecadora. Algunos ven esta realidad y se van, rechazando todo lo malo de la iglesia, pero todo lo bueno. Yo, le dije, he preferido ver la realidad de la iglesia sin engañarme y luego, quedarme para hacer lo que me toca. No pactar con lo que está mal, pero hacer germinar lo que está bien, siendo realista pero con la terca esperanza cristiana de que las cosas no serán así para siempre, porque el amor tiene la última palabra.

El joven se quedó callado un momento y me dijo: Es la primera vez que un católico me da la razón y reconoce la verdad. Yo respondí: Jesús nos dijo que la verdad es lo único que nos puede liberar y que yo prefiero liberarme.

Se despidió y salió del salón.

De regreso a casa, pensaba en lo curiosa que es la vida, un joven que piensa de esa manera, tiene el valor de cuestionar duramente (quizá injustamente al generalizar las conductas) y por lo visto esperaba la típica reacción de defensa de la iglesia y en lugar de eso, encontró eco al dolor de su corazón por lo que los cristianos hemos hecho de Jesús (a quien él admira)

La iglesia debe hacerse más humana, más cercana y más abierta, eso es una verdad

A mi me toca una parte en esa transformación, eso es una verdad

Las cosas en la iglesia solo van a cambiar si yo comienzo, eso es una verdad

Y aceptar la verdad, vivir de acuerdo a la verdad, es lo que no hace libres.

José Álvaro Olvera I.

sábado, noviembre 03, 2007

Una experiencia de Dios


Este sábado participé en la ceremonia de ordenación sacerdotal de un amigo de la iglesia anglicana. Desde hace tiempo lo acompaño en su caminar, y hoy estuve con él en el momento en que dijo “Sí” al compromiso de servir al pueblo de Dios.

La ceremonia fue bella, solemne como son las ceremonias en la iglesia anglicana, pero más allá de la belleza de la capilla (una hermosa construcción de piedra, con vitrales amarillos y un gran crucifijo de tipo medieval colgando justo sobre el altar), la celebración fue para mi toda una experiencia de Dios.

Además de la presencia de dos obispos y varios clérigos anglicanos, tuve la oportunidad de celebrar con dos mueres presbíteras y una diaconisa... wow, nunca me había tocado esa bendición y hoy pude experimentar en carne propia lo que es una liturgia eucarística donde las mujeres no solo están presentes, sino que además participan como parte del presbiterio. Una intensa emoción corrió por mi ser cuando las miré revestidas con camisa clerical (color rosa), su alba y la estola roja colocada al modo presbiteral: sobre los hombros.

Luego, en el momento en que el clero impone las manos sobre el nuevo sacerdote, por primera vez en mi vida vi a las mujeres pasar al frente y hacer el gesto con el que el presbiterio recibe a un nuevo miembro. El momento de la “consagración” de plano ya estaba yo en éxtasis: fui testigo de cómo las mujeres, en pie de igualdad con los varones, decían las palabras de Jesús sobre el pan y el vino, y no es que el gesto me resultara ajeno, pues en Vino Nuevo las mujeres siempre dicen esas palabras junto con toda la asamblea, la diferencia es que se trataba de mujeres ordenadas presbíteras y reconocidas públicamente como tal, mujeres que ejercen el ministerio en parroquias o capellanías anglicanas.

Por si no fuera suficiente, tuve la fortuna de coincidir con un obispo de la iglesia católica antioquena (es una iglesia de rito católico pero independiente de Roma) que resultó ser un hombre de Dios, muy agradable, muy sencillo... y abiertamente gay. Antes de la eucaristía y al durante la comida, compartimos nuestras visión de la iglesias, del papel de los sacerdotes y lo que nos falta crecer aun para ser la iglesia que Jesús desea.

Me contó que existe una comunidad religiosa donde los votos tradicionales han sido actualizados, de manera que respondan al Espíritu más que a la ley. Así, el voto de castidad se transformó en “pureza de corazón” con lo que buscan ser honestos y auténticos en todas sus relaciones humanas, incluso cuando los que no son célibes tienen relaciones sexuales: nunca esconden que son cristianos, que viven un compromiso con su fe y que se esfuerzan por profundizar su relación con Dios.

¡Demasiado para un día!

Al final, cuando salí del salón parroquial, fui todo el camino a casa reflexionando sobre estas bendiciones. Descubro en ellas la mano de Dios que me está animando a seguir adelante en el difícil camino de ser fiel a Jesús en el siglo XXI, ante un mundo que nos presente retos nuevos, rostros cambiantes y desafíos para los que nuestras leyes eclesiásticas no alcanzan.

En esta celebración tan universal vislumbre que le sueño de Dios de un mundo y una iglesia de hermanos y hermanas, no solo es posible, sino que existe desde ya en pequeños espacios, donde los hombres y las mujeres que siguen a Jesús se atreven a romper esquemas y a vivir de un modo alternativo en una iglesia marcada por el miedo a las diferencias.

¿Nos unimos a ellos?

José Álvaro Olvera I.